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lunes, 30 de agosto de 2010
PERSONAL --- De valencia a Firenze III
Era de noche cuando llegamos al aparthotel Citadines. Por suerte, el aparcamiento estaba justo al lado pero, por desgracia, no había ningún empleado de guardia por la noche. Así que, con mi francés de 4 años de Escuela Oficial, hice todos los esfuerzos del mundo para explicarme con una voz de ultratumba a través de un telefonillo en la entrada y hacerle entender que éramos clientes del Citadines. Creo que no lo conseguí, pero en cualquier caso nos abrió la puerta.
Estábamos dentro. Ahora, otro reto: salir. Después de muchas vueltas y muchas puertas cerradas a cal y canto, logramos escaparnos de la ratonera a través de la salida de emergencia, que daba a la parte de atrás del hotel. ¡Oh la la! ¡Qué susto! Suciedad y horrendos pisos de barrio degradado, amén de una preciosa rata correteando a unos metros de nosotros.
Enseguida llegamos a la entrada, también cerrada, pero que pudimos acceder gracias a un código que nos habían facilitado previamente. En la habitación nos encontramos con otra pequeña sorpresa: unas almohadas que estaban húmedas, con moho y pelos. Pero aparte de eso... todo correcto (si llegamos a descubrir alguna otra sorpresa, salimos corriendo).
La primera de las noches en la ciudad la pasamos viendo la zona del Vieux Port, muy cerca del lugar donde nos alojamos dos días. Se trata de un enclave turístico precioso, repleto de restaurantes, bares y pubs. Cenamos en uno de ellos y dimos una vuelta por allí antes de irnos a dormir. Nos sorprendieron dos cosas. La primera, que hubiera puticlubs en pleno centro urbano; la segunda, que las provocativas señoritas de las entradas tuvieran tan poca vista al invitarnos a tomar una copa con ellas y, también, supongo, descargar en sus regazos nuestra viril adrenalina...
Al día siguiente, la mañana la dedicamos a ver mercadillos de todo tipo, incluyendo una tienda de antigüedades donde Máximo compró algún que otro trastillo pillapolvo. Entre vuelta y vuelta, compra y compra, visitamos en trenecito turístico la iglesia de 'Notre Dame de la Garde' en lo alto de una colina desde donde se podía ver, en un contexto de viento huracanado, en toda su inmensidad la ciudad de Marseille, incluyendo la isla de If, en la que se inspiró Alejandro Dumas para escribir 'El conde de Montecristo'.
Por la tarde, después de comer y españolear con una siesta, nos fuimos hasta Cassis en coche para ver sus preciosas calas. Fotos, paseo, compras y de vuelta a Marseille.
Ayer fue el día final de este periplo de siete días por tierras francesas e italianas. Más de 3.000 kilómetros en coche que nos ha permitido disfrutar de nosotros y conocer casi una decena de ciudades y pequeños pueblos de la costa francesa y la Toscana italiana.
Hasta el año que viene...
ANECDOTARIO
1. La primera noche, nada más salir del hotel de Nice, quiso el dedo meñique de mi pie izquierdo darle un tonto golpe al pie de Máximo, con tan mala fortuna que se quedó más de un centímetro separado del resto de pie. Como los dos habíamos oído el inquietante 'clack' del hueso, nos temimos lo peor: o un esguince, o una rotura, o similar. De manera que al día siguiente, tras enfadarme y a regañadientes, hicimos un inesperado recorrido turístico por las urgencias del Hôpital Saint Roche. Allí, pudimos echar de menos la sanidad española. Sí, sí. Como lo leen. Sin saber cuánto iba a costar la broma, tuve que explicarme con mi francés con enfermeras, joven MIR y doctor. '¡Docteur, docteur!' Gritaba sin cesar una moribunda anciana postrada en una camilla. A mí me dio tanta pena que me acerqué a preguntarle qué le sucedía. Después de dirigirme a ella con la más de las diplomáticas de las atenciones, sólo pude comprender ese latiguillo que repetía sin fin de '¡Docteur, docteur'! Punto negativo: los enfermos apilados por las esquinas del hall de urgencias. Punto positivo: libros de buena literatura francesa para hacer más llevadera y culta la espera. Punto negativo, que me pareció positivo: la factura; de los 300 euros que la primera enfermera me calculó al entrar, sólo desembolsé 60.
2. En Marseille, Máximo se encaprichó en tomar yogures de postre, por lo que yo, a regañadientes, claro está, entré en un supermercado a comprárselos. Allí, tralaralarita, iba tan feliz por los pasillos buscando otros productos, cuando, de repente, veo a cámara lenta cómo se deslizan 4 yogures de fresa hacia el suelo, con tan mala suerte, que al chocar contra el mismo se revienta uno de ellos, pringando con pequeñas motitas color rosa y sabor fresa la blanca pierna de un atónito galo. 'Je suis très desolé, je suis très desolé', repetía yo una y otra vez, ante un prolongado silencio del damnificado. Finalmente, logré su perdón con un 'Ce n'est pas grave' (no es pa' tanto). Como antes muerto que pagar un yogurt que no íbamos a disfrutar, deambulé por el supermercado hasta que el francés pagó y se fue para, con toda la delicadeza del mundo, depositar en la estantería de los refrigerados los maltrechos yogures. Cogí otros y salí de allí para no volver más.
3. Otra huída a la carrera la protagonizamos en Cassis. En la más 'chic' de las tiendas de la elegante playa de este pueblo costero, encontré la menos horrenda de las tazas que colecciono. A la hora de pagar, sin embargo, el dependiente, para ahorrarse el porcentaje correspondiente por usar la tarjeta de crédito, me invitó amablemente a sacar dinero de un cajero cercano, advirtiéndome que mientras tanto me envolvía la taza en papel de regalo. A estas horas, todavía está esperándome.
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